Mi aprecio por Dolores R. Sopeña, surgió en la querida ciudad de Santiago de Cuba. Yo aspiraba a ingresar con los Hermanos Lasallistas, allá por 1998 y la Hna. Ana y Maricarmen visitaban la casa de los Hermanos para organizar algún encuentro juvenil o las visitábamos en su casita de San Fernando, donde apenas había espacio o en su nueva casa donde recé ante la reliquia de la nueva Beata en una capilla pequeña, pero muy acogedora.
Lugar de nacimiento: Vélez Rubio, Almería, España, 30 de
diciembre de 1848
Lugar de fallecimiento: Madrid, España, 10 de enero de 1918
Beatificación: 23 de marzo de 2003 por S. Juan Pablo II
Beatificación: 23 de marzo de 2003 por S. Juan Pablo II
Beatificación: Roma, 11 de julio de 1992 por S. Juan Pablo
II
Como regalo de año nuevo llegué a
los brazos de mi padre, Don Tomás Rodríguez. Mi madre Doña Nicolasa Ortega me
acariciaba con su mirada mientras mi padre me cargaba en sus brazos.
Como mi padre estaba empleado
como administrador de las fincas de los marqueses de Vélez, mi infancia y
adolescencia pasó entre los distintos pueblos de las Alpujarras. En Almería me
hice cargo de hermanas enfermas y de un leproso a quienes atendía a escondidas
pues temía que mis papás al saberlo se enojasen y me lo prohibieran. Creo que
mi mamá se dio cuenta y algún tiempo después me invitó a las Conferencias de
San Vicente de Paúl encargándome desde entonces de la visita de los pobres
junto a otras personas.
En 1872 me trasladé a Puerto Rico
en compañía de mi familia. Mi padre trabajaba como Fiscal en esta isla desde hacía
tres años ya. En el trato con criollos y
mulatos percibí la ausencia de Dios debido a una catequesis
muy pobre. Como frecuentaba el templo de los jesuitas, el P. Goicoechea,
s.j., que era mi director espiritual, me pidió que le ayudará en la fundación
de las Hijas de María y en las escuelas para negros y mulatos donde se
alfabetizaba y enseñaba el catecismo. Poco a poco vi los frutos de tantos
desvelos y cuando empecé a disfrutar de la siega de aquella abundante mies,
llegó la hora de partir.
Mi padre era nombrado Fiscal de
la Audiencia de Santiago de Cuba. Al abandono y la pobreza provocada por la
guerra del 68, se une el estallido del cisma religioso en la isla. El Pbro.
Llorente se presentó en Santiago de Cuba como Arzobispo de la misma reconocido
por el Rey Amadeo, pero con la oposición del Papa Pío IX. El vicario general,
P. Orberá se encontraba prisionero y con él su secretario, el P. Ciriaco Sancho,
y en toda la ciudad no había templo abierto ni Misa que se celebrase. Para
poder comulgar asistíamos a las cinco de la mañana a la misa que se celebrase
en algún barco que estuviese de paso en nuestro puerto y que supiésemos que se
celebraría la eucaristía en este.
En esta ciudad, pedía permiso
para ingresar en las Hijas de la Caridad, pero como desde pequeña presentaba
problemas de visión, mi petición fue rechazada. Entonces en algunos barrios
abrí unos “Centros de instrucción” donde ofrecíamos asistencia médica, enseñábamos
catecismo e impartía clases de cultura general. Aquí algunas chicas se unieron a mi proyecto
de promoción de la persona. Tras la muerte de mi madre en Santiago
de Cuba, mi padre se jubiló y volvimos a Madrid. Nuevamente dejaba la mies madura
y lista para la siega.
En Madrid, pedí ingresar en las Salesas, pero
tras las primeras jornadas me di cuenta que aquella vida no era para mí, necesitaba
el contacto con los hombres y mujeres que terminaban en hospitales y cárceles.
En una visita al hospital conocimos
a una mujer que nos retó a visitar el llamado Barrio de las Injurias y allí
fuimos. Después de una primera visita, volvimos hasta abrir un “Centro obrero”
donde acoger a tanto obrero descontento con la Iglesia y con los curas. En Madrid
me encontré con el P. Ciriaco Sancho, ahora obispo, quien me alentó y animó a
abrir nuestros espacios para la evangelización de la clase obrera.
En Roma, a los pies de San Pedro decidí
fundar una congregación religiosa sin hábitos ni signos externos que diera
continuidad al apostolado entre los obreros y trabajadores manuales. En Toledo
surgió el Instituto de Damas Catequistas, era el 31 de octubre de 1901. Con enormes
prisas nos dirigimos a otras ciudades en busca de obreros conocidos y allí
donde los encontrábamos abríamos un centro para ellos con sabor a Evangelio. Muchas
veces no teníamos una moneda siquiera para poder comer y entonces surgía el
milagro de parte de nuestro Patrón que nunca nos abandonaba.
En Manresa, cerca de la cueva donde
San Ignacio hizo sus primeros Ejercicios Espirituales, pudimos establecer una
casa de ejercicios. Cuando estuvo terminado el inmueble, decidimos que las religiosas
viviríamos en unas habitaciones que se
habían dispuesto en la planta superior, cuando llegó la hora de descansar no encontrábamos
la escalera para subir y es que nunca hubo escalera porque no teníamos cómo
pagarla y nunca nos dijeron nada.
Después del primer capítulo
general en 1910, pudimos establecer una casa en Roma cerca del Santo Padre,
pero en un barrio pobre como fermento en medio de la masa. Después pedí
voluntarias y envíe algunas religiosas a Chile.
Poco a poco mis fuerzas me iban
abandonando, pero a mí alrededor veía que los Centros obreros crecían y acogían
a nuevos obreros que escuchaban hablar de Jesús. Mi vida cobraba un nuevo sentido
en cada rostro manchado por el tizne.
Finalmente el 10 de enero de 1918
me despedía para el cielo.