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sábado, 4 de octubre de 2014

Con entrañas de misericordia

La palabra misericordia es una de las más hermosas expresiones bíblicas. Podríamos desglosarla en una frase más hermosa aún, poner nuestras miserias en el corazón.

Una de las cualidades del cristianismo es despertar en toda cultura esa capacidad de poder tocar la miseria y dejarla en manos de Dios. A lo largo de estos 2000 años de cristianismo han surgido infinidades de rostros misericordiosos como los de Vicente de Paúl o Teresa de Calcuta, hace poco hemos asistido a la agonía de Miguel Pajares y Manuel García Viejo, religiosos hospitalarios españoles contagiados de ébola en Liberia. 

Uno de esos hombres hechos de misericordia fue san Pedro de san José Betancur, fundador de los frailes Betlemitas que hasta la desamortización de Méndizaval cubrían las Américas con sus numerosas obras asistenciales: asilos, orfanatos, hospitales. Lástima que la mezquindad de algunos lograra que con un plumazo se destruyera toda su obra, pero no su memoria.

Durante el pontificado de San. Juan Pablo II se efectuó su beatificación y su canonización, logrado la restauración de la Orden Hospitalaria de Nuestra Señora de Belén. 



  • Nació el 19 de marzo de 1626 en Vilaflor de Chasma (Islas Canarias,  España).
  • Falleció el 25 de abril de 1667 en Antigua Guatemala, Guatemala.
  • Beatificado por Juan Pablo II, el 22 de junio de 1980 en Roma.
  • Canonizado por Juan Pablo II el 30 de julio de 2002 en Guatemala.
  • Lugar de culto y devoción: casa de las religiosas y religiosos Betlemitas.  


Soy Pedro de san José Betancur y mi vida ha sido una travesía por los caminos de la Providencia. Nací en las Islas Canarias, pero soy guatemalteco de todo corazón.

De niño me dedicaba a cuidar el rebaño de mi familia. En ocasiones me refugiaba de la lluvia o del sol en la Cueva de Chasna  donde hoy han puesto una estatua  mía, para recordar que solo la caridad es capaz de hacer milagros, aunque sean pequeñitos.

Cuando tenía 24 años abandoné mi tierra y me subí en un barco con destino a las Américas. Quería hablarles a sus primeros habitantes de un hombre que amándonos hasta el extremo dio su vida por nosotros. Dios me esperaba en aquellas tierras que yo deseaba pisar.

Primera parada: La Habana, Cuba.  Por un año estuve en aquel puerto y conocí la cara de las Américas, la santidad de sus sacerdotes y la avaricia de los amos que maltrataban a negros e indígenas.

Apenas había desembarcado en el Nuevo Mundo cuando la enfermedad me puso en contacto con los más desposeídos y olvidados. Al recuperarme me dirigí a mi nuevo destino.   

Segunda parada: Guatemala pasando por Trujillo, Honduras y de allí, me dirigí a pie hasta la ciudad de Antigua Guatemala porque no tenía cómo pagar un caballo o un burro siquiera. No llevaba nada: ni riquezas ni amigos, solo el corazón ardiente y al entrar a la ciudad una palabra alumbraba mi corazón: “Que se amen los unos a los otros”.

En esta ciudad conocí a Don Pedro Armengol que me dio trabajo en sus talleres, y a la vez, estudiaba en la Escuela de la Compañía de Jesús para poder ser ordenado sacerdote. Imagínate la escena, un hombre de unos 30 años sentado en medio de unos chiquillos menores de 10 años   aprendiendo la gramática y el latín. No sé si fueron las burlas o las dificultades con el latín, pero en 1654 decidí abandonar todo y me dirigí a Petapa

Vuelto a Antigua Guatemala, abrí una escuelita para niños pequeños, que luego me enteraría que era la primera escuela de párvulos en América Central. Yo maestro, yo que apenas sabía leer y escribir.

Por aquellos tiempos pedí mi ingresé en los tercios franciscanos y al recibir el hábito de mi querido san Francisco, empecé a llamarme Hermano Pedro de san José. 



El 24 de febrero de 1658 compre una casita por 40 pesos. Aquello era un Belén, pero para mí era sala de enfermería, oratorio a la Virgen Santísima, escuela y hospedería para forasteros o peregrinos. En aquel oratorio coloqué una estampa de Nuestra Señora de  Belén y una vela para que la alumbrara un poquito todos los días. Ante ella rezaba y rezaba mis huérfanos, ancianos y enfermos.  No me imaginé que aquella imagen  daría nombre a hombres y mujeres que seguirían mis huellas tras Jesús de Nazaret: Hermanos de Belén “Belemitas o Betlemitas”.     

Cuando el sol hacía que al mediodía obligaba a los vecinos de Antigua Guatemala a tomar un descanso, yo recorría las calles de la ciudad con una campanita que sonaba en mis manos mientras cantaba y recitaba a quien quisiera oírme: “Un alma tienes no más, si la pierdes   ¿Qué harás?” De vez en cuando alguien mes esperaba en alguna esquina  y me pedía confesión, le escuchaba con compasión y le acompañaba a alguna iglesia cercana para que pudiera reconciliarse con nuestro Dios.
Las cárceles eran mis lugares favoritos. ¿Por qué? Porque detrás de aquellos rostros marcados por el odio, la violencia, la ira, también con un poco de misericordia se podía encontrar el rostro amado de Dios.

Mucha gente me criticaba y cuestionaba cada uno de mis actos a favor de los más desfavorecidos, pero otros me apoyaban y seguían mis huellas. En 1661, Antonio Rodríguez, terciario franciscano como yo, me pidió ser mi compañero. Yo lo abracé y con lágrimas en los ojos les enseñé los tesoros que escondía e mi casita: niños huérfanos, ancianos, leprosos, negros, españoles e indígenas enfermos,  y en una esquina, una estampa de Nuestra Señora de Belén.

Tumba del Hermano Pedro de san José. 


Tanto ir y venir por las calles de la Antigua Guatemala fueron gastando mis sandalias y mi vida. Finalmente, el 20 de abril de 1667,  enfermo de gravedad, dicté mi testamento. Me hubiera gustado poder decir algo poético, como un poema de Casaldáliga que dice: “Al final del camino me dirán. - ¿Has vivido? ¿Has amado? Y yo sin decir nada, abriré el corazón lleno de nombres…” sin embargo yo solo dejaba más pobres a mis pobres, más huérfanos a mis huérfanos, y deudas, deudas y deudas que con la caridad de muchos se pudieron pagar.