sábado, 19 de julio de 2014

La larga espera del martirio

En entradas anteriores había hablado de la presencia de la Orden de la Santísima Trinidad en Cuba, uno de los religiosos que en nuestro país trabajó por extender el Reino de Dios ha sido beatificado por dar firme testimonio de su fe:

Beato José de Jesús y María Ormaechea y Apoitia. 

Nació el 1º de septiembre de 1880 en Navárniz (Vizcaya).

Martirizado el 4 de septiembre de 1936 Villanueva del Arzobispo. 

Beatificado el 28 de octubre de 2007 por Benedicto XVI.

Sus restos se encuentran en el camerín del Santuario de Nuestra Señora de la Fuensanta en Villanueva del Arzobispo.



Me llamo José Vicente, pero al ingresar al noviciado trinitario en Algorta, cerca de Bilbao,  me llamaron José de Jesús y María.  La Orden de la Santísima Trinidad había sido restaurada en en 1879 en España, un año antes de que yo naciera, pero cuando ingresé a los 16 años era una comunidad fecunda nuevamente.




Mientras estaba estudiando para ser ordenado sacerdote se realizó la fundación en Cárdenas, Cuba. Mis compañeros trinitarios deseábamos ser misioneros en las Américas y sufrir un poco por el evangelio, rescatar cautivos, promover la vida.  Al ser ordenado sacerdote en 1903 pedí ser enviado a las misiones y me destinaron a Cuba. En Cárdenas coincidí con mi hermano, fray Juan Crisóstomo del Espíritu Santo había sido enviado a esta comunidad, siendo más tarde Superior del Colegio de la Santísima Trinidad, entre 1910 y 1916.

Puerta de la capilla del Colegio Trinitario en Cárdenas, Cuba.  

Cuando llegué a Cárdenas, el Colegio se había trasladado a unas nuevas instalaciones de dos plantas, con una fuente que se llenó de peces de colores. Como en la primera planta estaban los salones, en cuanto llegaba el recreo escuchábamos en la segunda planta, los gritos de los chicos en torno a la fuente y los peces.


En 1913 regresé a España y en 1922 me eligieron secretario provincial. Más tarde fui vicario del convento de Belmonte (Cuenca) en 1926; luego me nombraron superior  del convento de La Rambla (Córdoba) y en 1933, superior de Villanueva del Arzobispo donde vivíamos al amparo de Nuestra Señora de la Fuensanta. Aquí coincidí con el P. Mariano de San José, de los primeros trinitarios tras la restauración y compañero más tarde de martirio.


Nuestra Señora de la Fuensanta también sufrió el martirio.  

 Mis funciones de superior me permitían conocer y visitar a los más necesitados en torno al Santuario y acompañar a mis hermanos en religión. En ocasiones acogía a numerosos amigos intelectuales. En una de aquellas visitas, a un amigo, le entregué varios libros religiosos y le dije algo preocupado: “guárdalos, porque todo esto va a ser destruido muy pronto, y si vienes [al Santuario] te daré más, pero no tardes”. Tras el primer registro le hablé por teléfono y le dije: “Ya ha empezado el calvario que tantas veces os he dicho“. No me entendió y no regresó,  cuando lo hizo el Santuario y el convento ardían en llamas.
Al efectuarse el primer  registro  el 22 de julio de 1936, como superior tuve que acompañar a los milicianos a registrar el inmueble. Siempre había sido de genio fuerte, carácter enérgico, «hombre de cuerpo entero», pero al tener que abrir el Sagrario algo se quebró en mí y al abrir su puerta, exclamé con voz fuerte: “Padre, perdónales, que no saben lo que hacen”.


Santuario de Nuestra Señora de Fuensanta, en Villanueva del Arzobispo. 



Al terminar el registro la comunidad fue arrestada y subida a un camión, a mi como deferencia me llevaron a pie hasta la ciudad. Al llegar a la prisión nos despojaron de todo objeto religioso: escapulario, rosarios (el mío, lo rompieron al quitármelo), medallas… Al día siguiente, en una  de las tatas palizas que nos dieron, al golpearme con la culata del fusil, detuve el golpe y se disparó hiriendo al miliciano en un pie y a mí de mayor gravedad por lo que me llevaron al Hospital – Asilo de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados.  En el hospital no hacía más que quejarme: “¡Ay, alma más! ¡ay, alma mía!” pues había estado a punto de alcanzar la palma del martirio y la había alejado de mi. 

A la Virgen de la Fuensanta le pedí que me sacaran de la cárcel, pues en medio de tanto odio no podría recibir el martirio, así que al ser llevado al Hospital con las Hermanitas en mi corazón renació la esperanza. Los milicianos me siguieron al Hospital, me ofendían, me golpearon con un crucifijo de la pared hasta que lo quebraron, querían que lo escupiera, que lo pisara pero yo no quise. Durante 8 días me golpearon, tan fuerte que en una ocasión estando sentado en una silla, caí con la silla y esta se rompió.

 Finalmente el 4 de agosto en la madrugada fueron a por mí. Al oír los gritos en las escaleras pedí al P. Joaquín Montoro que se encontraba en cama: “Ha llegado nuestra hora, absolvámonos mutuamente para que Dios tenga misericordia de nosotros” y comencé a vestirme. Al entrar los milicianos, pedí salir con una orden escrita del Gobernador; nunca llegó tal orden, aún así intentaron lanzarme lazos para agarrarme por el cuello, como pude me fui quitando sus cuerdas. Hacia las tres de la mañana entró en la sala el jefe de los milicianos y me pidió que lo siguiera. Al no hacerlo, me apuntó a la sien derecha con su pistola y me disparó ganándome la palma del martirio para siempre.             

Tapiz de la beatificación.
Detrás de la B. María de la Encarnación se aprecian el P. Mariano de San José
y el P. José de Jesús y María con el  incensario en la mano izquierda. 






  

No hay comentarios:

Publicar un comentario