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viernes, 13 de junio de 2014

Dolores R. Sopeña: el evangelio en los barrios obreros.

Mi aprecio por Dolores R. Sopeña, surgió en la querida ciudad de Santiago de Cuba. Yo aspiraba a ingresar con los Hermanos Lasallistas, allá por 1998 y la Hna. Ana y Maricarmen visitaban la casa de los Hermanos para organizar algún encuentro juvenil o las visitábamos en su casita de San Fernando, donde apenas había espacio o en su nueva casa donde recé ante la reliquia de la nueva Beata en una capilla pequeña, pero muy acogedora. 
      
Lugar de nacimiento: Vélez Rubio, Almería, España, 30 de diciembre de 1848
Lugar de fallecimiento: Madrid, España,  10 de enero de 1918
Beatificación: 23 de marzo de 2003 por S. Juan Pablo II


Beatificación: Roma, 11 de julio de 1992 por S. Juan Pablo II

Como regalo de año nuevo llegué a los brazos de mi padre, Don Tomás Rodríguez. Mi madre Doña Nicolasa Ortega me acariciaba con su mirada mientras mi padre me cargaba en sus brazos.

Como mi padre estaba empleado como administrador de las fincas de los marqueses de Vélez, mi infancia y adolescencia pasó entre los distintos pueblos de las Alpujarras. En Almería me hice cargo de hermanas enfermas y de un leproso a quienes atendía a escondidas pues temía que mis papás al saberlo se enojasen y me lo prohibieran. Creo que mi mamá se dio cuenta y algún tiempo después me invitó a las Conferencias de San Vicente de Paúl encargándome desde entonces de la visita de los pobres junto a otras personas.


En 1872 me trasladé a Puerto Rico en compañía de mi familia. Mi padre trabajaba como Fiscal en esta isla desde hacía tres años ya.  En el trato con criollos y mulatos percibí la ausencia de Dios debido a una  catequesis  muy pobre. Como frecuentaba el templo de los jesuitas, el P. Goicoechea, s.j., que era mi director espiritual, me pidió que le ayudará en la fundación de las Hijas de María y en las escuelas para negros y mulatos donde se alfabetizaba y enseñaba el catecismo. Poco a poco vi los frutos de tantos desvelos y cuando empecé a disfrutar de la siega de aquella abundante mies, llegó la hora de partir.

Mi padre era nombrado Fiscal de la Audiencia de Santiago de Cuba. Al abandono y la pobreza provocada por la guerra del 68, se une el estallido del cisma religioso en la isla. El Pbro. Llorente se presentó en Santiago de Cuba como Arzobispo de la misma reconocido por el Rey Amadeo, pero con la oposición del Papa Pío IX. El vicario general, P. Orberá se encontraba prisionero y con él su secretario, el P. Ciriaco Sancho, y en toda la ciudad no había templo abierto ni Misa que se celebrase. Para poder comulgar asistíamos a las cinco de la mañana a la misa que se celebrase en algún barco que estuviese de paso en nuestro puerto y que supiésemos que se celebraría la eucaristía en este.

En esta ciudad, pedía permiso para ingresar en las Hijas de la Caridad, pero como desde pequeña presentaba problemas de visión, mi petición fue rechazada. Entonces en algunos barrios abrí unos “Centros de instrucción” donde ofrecíamos asistencia médica, enseñábamos catecismo e impartía clases de cultura general.  Aquí algunas chicas se unieron a mi proyecto de promoción de la persona. Tras la muerte de mi madre en Santiago de Cuba, mi padre se jubiló y volvimos a Madrid. Nuevamente dejaba la mies madura y lista para la siega.

 En Madrid, pedí ingresar en las Salesas, pero tras las primeras jornadas me di cuenta que aquella vida no era para mí, necesitaba el contacto con los hombres y mujeres que terminaban en hospitales y cárceles. 

En una visita al hospital conocimos a una mujer que nos retó a visitar el llamado Barrio de las Injurias y allí fuimos. Después de una primera visita, volvimos hasta abrir un “Centro obrero” donde acoger a tanto obrero descontento con la Iglesia y con los curas. En Madrid me encontré con el P. Ciriaco Sancho, ahora obispo, quien me alentó y animó a abrir nuestros espacios para la evangelización de la clase obrera.



En Roma, a los pies de San Pedro decidí fundar una congregación religiosa sin hábitos ni signos externos que diera continuidad al apostolado entre los obreros y trabajadores manuales. En Toledo surgió el Instituto de Damas Catequistas, era el 31 de octubre de 1901. Con enormes prisas nos dirigimos a otras ciudades en busca de obreros conocidos y allí donde los encontrábamos abríamos un centro para ellos con sabor a Evangelio. Muchas veces no teníamos una moneda siquiera para poder comer y entonces surgía el milagro de parte de nuestro Patrón que nunca nos abandonaba.

En Manresa, cerca de la cueva donde San Ignacio hizo sus primeros Ejercicios Espirituales, pudimos establecer una casa de ejercicios. Cuando estuvo terminado el inmueble, decidimos que las religiosas viviríamos  en unas habitaciones que se habían dispuesto en la planta superior, cuando llegó la hora de descansar no encontrábamos la escalera para subir y es que nunca hubo escalera porque no teníamos cómo pagarla y nunca nos dijeron nada.


Después del primer capítulo general en 1910, pudimos establecer una casa en Roma cerca del Santo Padre, pero en un barrio pobre como fermento en medio de la masa. Después pedí voluntarias y envíe algunas religiosas a Chile.    

Poco a poco mis fuerzas me iban abandonando, pero a mí alrededor veía que los Centros obreros crecían y acogían a nuevos obreros que escuchaban hablar de Jesús. Mi vida cobraba un nuevo sentido en cada rostro manchado por el tizne.

Finalmente el 10 de enero de 1918 me despedía para el cielo.